Crónica de Jorge Romero: PEQUEÑOS AVATARES HACEN LA DIFERENCIA
Hace más de treinta años que vivo en Noruega y me defiendo bien con el idioma, aunque no podría escribir directamente y con soltura en la lengua de Ibsen, esto mismo que les voy a contar a continuación. Creo que no encontraría el modo de decir exactamente lo que pienso ni usar en un texto esa enjundia chilensis que le ponemos a cualquier pequeñez. Aunque no sirva como disculpa, dejo sentado que vine ya adulto a este país y no he tenido más escuela que la comunicación diaria con sus naturales que no son precisamente accequibles con facilidad. No sirve como excusa pero me alivia.
El caso es que hace ya unos meses me quebré una pata. Me fracturé el tobillo de la pierna derecha para decirlo más comprensible, y esa fractura me está pasando la factura (valga la similitud), al punto de que cambió radicalmente mis quehaceres cotidianos. Puede parecer ridículo pero, desde entonces, uso sólo un calcetín y un sólo zapato. A los pantalones , no a todos porque no abundan en mi ropero, les he tenido que cortar media pierna del lado derecho y me veo de lo más pirulo y gracioso para solaz de los nietos, los amigotes del alma y de cualquier pelafustán que me vea cuando salgo a la calle a tirar la basura o recoger el correo, aunque la cajita verde con mi nombre recibe más propaganda inútil que misivas. De hecho, aquellas que antaño llegaban perfumadas a mis ojos y a mi corazón con frecuencia, fueron distanciandose en el tiempo y en la cantidad hasta casi desaparecer por completo. Sólo quedan un par de cincuentonas valientes que de vez en cuando me envían sus parabienes cargados de nostalgia.
Pero cuento corto: la lesión, de haber ocurrido hace cuarenta años no habría provocado tanto desbarajuste por razones obvias. Un cuerpo joven se defiende mucho mejor de estas escaramuzas físicas que forman parte del destino, pero pasado ya hace un rato el medio siglo de existencia, ni los huesos responden con solidez y energía, ni los escasos músculos que quedan se recuperan con facilidad y rapidez y nuestra propia voluntad ha disminuído en proporción directa con los años de circo. Y a todo esto se suman los pequeños detalles. Por ejemplo, si me tengo que trasladar seis metros desde el sofá al toilette para hacer aquello que nadie puede hacer por mí, no puedo olvidarme del celular. Si suena cuando estoy en ese lugar sagrado al que acude tanta gente (hace fuerza el más cobarde y se caga el más valiente), y no lo tengo a mano, me perderé una llamada que puede no tener ninguna significación sustantiva, pero me dejará con la duda.
Los ejemplos abundan pero lo que quiero contarles ahora es adicional y tiene que ver con el idioma, con el nombre de las cosas. Pasados varios meses de estar dando en solitario la pelea, por esa soberana estupidez de sentirme joven y autosuficiente, consentí recién ahora que una dama de la comuna me haga las compras de la semana. Y resulta que cuando viene a buscar la lista y el dinero no se como se llaman las cosas que necesito. Antes era tan fácil: ir al supermercado, tomar un carro y poner en él lo que a simple vista me era conocido y apetitoso. Pero ahora no puedo exlicarle (ni menos esribir) que me quiero comer un buen filete, unas chuletas o un pernil de chancho con ensalada surtida, zamparme una rica sopa de pescado o una cazuela de vaca con coles y papas como en Chillán. Imagínense si pienso en una pichanga de cochayuyo y luche o en una cazuela de pava o de gallina soltera con ensalada que incluya un par de chocos cocidos, perejil, apio, ajo en abundancia y palta, aparte de un rico chancho en piedra... ESTOY FRITO!!!
Y todo eso sin haber nombrado para nada bistec a lo pobre, filete champignon, pollo a la cacerola, congrio, cholgas, churrascos, completos, barros luco, chacareros, sopaipillas pasadas con chancaca, mote con huesillos, malta con harina ni pilsener con limón... por nombrar sólo algunas exquisiteces.
-Qué tipo de pan le compro?-. Decídalo usted mi estimada señora que yo con la cara de Dios no tengo problemas. Y le agrego como de pasada que no sea blanco y que venga cortadito. -Haga cuenta que está alimentando a un ciego, sordo, mudo, cojo e imbécil por añadidura.
Es que, verán ustedes, se me hace cuesta arriba buscar en el diccionario cómo se llama el cilantro, o las zanahorias, o el perejil, o las nueces, o las pasas que me gustan tanto porque son buenas para la memoria, y un largo etcétera. En lo que sí he ganado terreno es en la terminología galena. Utilizo con mucha propiedad palabras como medisin, tablett, rehabilitering, fraktur, antibiotika... no faltaba más. Pero se me dificultan los términos cuando no tienen raíz latina y como es lógico, prefiero decirle doctor al lege, hospital al sykehus, taxi al drosje, vino al vin y sal a la salt.
Pero no sabía hasta ahora cómo se llama el esqueleto ni alguna de sus partes (en este caso el tobillo), ni qué era una apotek (farmacia), que las muletas se llaman krykker y, aunque parezca tonto no se me había ocurrido que una rullestol es una silla de ruedas o que una sykepleie es una enfermera. Palabra esta última que me ronda más como figura que como vocablo, sobretodo cuando a las cuatro de la mañana, desde mi pieza del hospital tiro del cordón adosado a la cama pidiendo que me venga a ver sin necesitar nada concreto, salvo su inmaculada presencia.
A propósito de aprendizaje idiomático, por estos días, y gracias al juicio que se le sustenta al terrorista de extrema derecha Anders Breivik, he incorporado a mi léxico muchas palabras propias de la judicatura y el derecho. Pero eso es harina de otro costal y tal vez de para otra crónica cuando los jueces hayan cumplido su labor. Hasta entonces.
Escrito por el periodista Jorge Romero, colaborador de Radio Latin-Amerika.
Nesodden, Noruega, 4 de mayo 2012.